Mi cuerpo es mío
El biopoder, el Estado y las esterilizaciones forzadas
Si las mujeres sometidas a esterilizaciones forzadas no hubieran vivido en Huancabamba (Piura) o Anta (Cusco) sino en Miraflores y en La Molina, ¿qué hubiera sucedido con el archivamiento de la denuncia de los 2,074 casos? Se le hubiera dado más importancia, sin duda alguna. Porque si las mujeres somos discriminadas, las mujeres pobres, rurales, andinas, semianalfabetas, son triplemente discriminadas. Sin embargo, a pesar de la posición oficial de cierta prensa que justifica el archivamiento con tal de que no se toque a los responsables políticos y mediatos de castrar a mujeres, sí se ha hecho difusión de este escándalo nacional que merece, por lo menos, la indignación de las peruanas que nos solidarizamos con nuestras conciudadanas, con nuestras paisanas, con nuestras hermanas.
Porque todas las peruanas sabemos lo difícil que es luchar contra la idea de que este cuerpo que portamos no nos pertenece por entero sino que está bajo la égida del Estado, del marido, del padre, del hermano, del otro-varón que pretende colonizarnos.
Es que el cuerpo es un componente esencial para el funcionamiento de las relaciones de poder en la sociedad moderna. Eso lo dijo Michel Foucault hace más de treinta años cuando estudió la sexualidad no como una práctica sino como discursos sobre el “deber ser” sexual de hombres y mujeres que se hace realidad en un lugar específico: los cuerpos. Es el cuerpo entonces el locus dinámico de las relaciones de poder: el espacio donde se recrean los discursos del poder pero también donde se producen entendiendo el concepto de poder como una realidad discontinua, desuniforme y heterogénea. Este discurso de poder se actúa en una práctica aparentemente sólida aunque, cuando la analizamos de cerca, vamos descubriendo su porosidad, su carácter ficticio, su vulnerabilidad.
Por eso mismo, porque estos ejercicios de poder patriarcal muchas veces se quiebran, los varones, y a veces también otras mujeres, asumen que deben de tomar decisiones por las otras. Y cuando esas “otras” desobedecen se usan todos los métodos para someterlas. En la India las mujeres son violadas en masa; en Afganistán les echan productos químicos a sus rostros para quedar desfiguradas para siempre; en Guatemala las indígenas mayas fueron violadas sistemáticamente durante la guerrilla por guerrilleros, soldados y policías; en el Perú durante la década del 90 fueron esterilizadas contra su voluntad. A algunas mujeres analfabetas y pobres les dijeron que el Estado iba a cobrar un impuesto a partir del quinto hijo; a otras se les informó de que había posibilidades de re-ligarse las trompas; incluso hubo mujeres a las que se durmió y se las operó, sin su consentimiento, falsificando sus firmas. Pero también las enfermeras, es decir, otras mujeres, les comentaban: “si ya tienes cuatro hijos, ¿por qué no dejas de parir como los cuyes?”. Hubo de todo y un solo discurso: “yo sé lo que es mejor para ellas”.
El feminismo que yo defiendo, no el que se hizo de la vista angosta ante tremendo crimen contra las mujeres, debe de reivindicar la búsqueda de justicia que implica poner en el banquillo a los autores de estas políticas y llamar la atención sobre quienes, en su momento, no cuestionaron el mal uso de recursos de USAID o del Fondo de Población de NNUU. Soy una persona que defiende la planificación familiar, pero, sobre todo, defiendo la libertad de las mujeres de poder hacer de nuestros cuerpos altares que no sean profanados ni por el Estado ni por otros hombres ni mujeres.
Esta kolumna ha sido publicada el martes 4 de febrero de 2014 en La República.