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Los chicos se hacen hombres

Sobre los personajes masculinos de Los Inocentes de Oswaldo Reynoso

Publicado: 2016-05-25
Ayer ha muerto el gran narrador arequipeño Oswaldo Reynoso, a quien personalmente siempre le he tenido mucha admiración, desde que muy joven leí en la versión de Populibros Los Inocentes. Reynoso siempre fue conmigo una persona generosa, amabilísima, me tenía gran cariño porque me conoció de niña, cariño que siempre fue retribuido de la misma manera. En Chile me llevó a conocer La Chascona y me enseñó cada uno de los rincones de la casa de Neruda, que él conocía perfectamente. Comunista siempre, apasionado, inspirado: un escritor de estilo muy fino, delicado, pictórico, y muy avezado, para mostrar las densas situaciones de la sexualidad humana, sobre todo, de la "moral de la piel" como él la llamaba. ¡Oswaldo Reynoso vive, vuelve y vencerá! 


La narrativa de Oswaldo Reynoso es una de las más atrevidas de la Generación del 50 y una de las menos estudiadas. Sus personajes, enlodados del barro de una ciudad emergente, transcurren por sus páginas envueltos en olores fuertes y sudores, como si acabaran de terminar una pelea callejera.  

Justamente una de las características estructurales de Los Inocentes, es la configuración de varios relatos totalmente independientes, pero que en conjunto conforman un corpus narrativo singular, que algunos críticos han denominado novela fragmentada. Todos ellos además, llevan como título el nombre de sus personajes (Cara de Angel, El Príncipe, Carambola, Colorete, El Roquita), y las historias están vinculadas entre sí (por eso el subtítulo Relatos de collera).

Mención aparte merece el lenguaje: un mosaico de la jerga de la época, finales de los 50 y comienzos de los 60, que le da a cada uno de sus cuentos, sobre todo con los monólogos interiores, la sensación de frescura callejera. Según Washigton Delgado se trata de un rescate del lenguaje de La Casa de Cartón, pero aplicado a la dolorosa y palpitante realidad de las clases medias bajas lumpenizadas de una Lima cada vez más alejada de lo señorial y cercana a la caótica urbe que envuelve este “laberinto de la choledad”.

Este artículo apenas pretende esbozar algunas características del estilo peculiar de Reynoso y la forma de estructurar a sus personajes a partir de las representaciones de masculinidad que regían durante la época en los sectores bajos de Lima.

EN BUSCA DEL ANTIHÉROE

El papel que han jugado las ciudades en las historia de los países latinoamericanos a partir de la década del 40 ha sido determinante. Es, a partir de estos años, que la ciudad cambia y transforma no sólo la vida social sino también la propia existencia de sus habitantes. Como lo señala Juan Carlos Santaella en Reescrituras:

“Lo urbano trajo un estilo esencial de comportamiento, al mismo tiempo que desencadenaba costumbres de cierta modernidad inevitable. A la par de una cultura progresista y de un avance incontenible de las ciudades, se fueron formando culturas y sentimientos paralelos que estaban depositados en lo que más adelante llamaríamos zonas orilleras y marginales de la ciudad. Este cambio, en gran parte económico, constituyó una capa social teñida profundamente de miserias y dramáticas pobrezas" (Santaella, 1983)

Esta forma esencial de comportamiento, producto de la miseria, la marginalidad y la extrema pobreza, estaría básicamente alimentada por la violencia inclusive en la construcción de las identidades de género. Es justamente esta violencia y en esencia esa otra moral que surge de estas condiciones de vida, lo que motiva a todos los personajes principales de Los Inocentes.

Estos personajes —inocentes en el fondo, transparentes al final— luchan, pelean y transgreden en busca de un paradigma: el anti-héroe. Y esa búsqueda se sustenta en un cambio de valores: lo que hace muchos años y antes de que fuera fujimorista, Hugo Neyra denominó la moral del achorado. El achorado, personificado por el maleante Choro Plantado en el enunciado de Los Inocentes —cuyo apelativo también es sugerente: ladrón pero con pinta, choro que no se corre— es el representante de todo lo que se precia para “lograrse como hombre” pero en los límites, transgrediendo, sobreviviendo.

Los valores a seguir por los personajes son aquellos que surgen de la supervivencia. Un sobreviviente, tal como lo caracteriza el psicoanalista César Rodríguez Rabanal, “es una persona sin mayores perspectivas. Quizá con ilusiones, pero sin planes concretos, sólo atina a defenderse en un mundo hostil que no puede transformar. El sentimiento de ser víctima tiende a florecer allí donde hay más aspiraciones que caminos y logros. En sociedades que prometen más de lo que pueden dar. En grupos bloqueados en su movilización. Esperanzas defraudadas, vivencias de abandono, el lamento puede traer alivio. El sentimiento es de víctima aunque la conciencia sea de actor” (Portocarrero: 1993). 

Esa conciencia de la acción sobrepuesta sobre el dolor de saberse apenas una víctima de la sociedad, es lo que en el fondo motiva todas las acciones de estos antihéroes que pueblan las calles y páginas de Los Inocentes. La moral del achorado, el leit motiv de las acciones de los protagonistas de la novela, es aquella basada en el todo vale, absolutamente cualquier medio se justifica por el fin: sobrevivir. Robar, matar, ser el bacán de la collera, el más agresivo, el que se pelea y gana, el que utiliza a los demás para sus propios y oscuros fines. Toda esta moral, fijada en un código de reglas de comportamiento determinado, finalmente puede derrumbarse ante la fuerza del Poder que estaría representada por los ricos o los que manejan las relaciones institucionales y los representantes del Estado.

En Cara de Angel, por ejemplo, el protagonista —al final del cuento— se sabe totalmente perdido y acepta su fracaso como una víctima acepta el sufrimiento, pues ese padecer le estaba signado ya desde el principio. O en El Príncipe, quien durante el interrogatorio policial mantiene un gran desdén ante la autoridad y pudiendo aclarar los hechos no contesta nada, pues sabe de antemano que cualquier intento sería inútil “¿Tampoco contestas a estas preguntas, no? Solito te estás jodiendo...” (Pág. 51). La autoridad, de alguna manera la fuerza de la Palabra, de la Ley del Padre, es ignorada y desdeñada por los protagonistas de este libro pues saben que finalmente, aunque reafirmen su virilidad por otros medios —lícitos e ilícitos como en el caso del Príncipe— no pueden sino seguir siendo los cachorros de la sociedad.

Los protagonistas se saben marginales, lumpenizados, bordeando el filo del crimen y el delito; y al mismo tiempo creen que la honradez nunca los sacará de la miseria. Entonces optan por un carpe diem rocanrrolero: el asunto es conseguir algo de billete para pasarla bien, eso los motiva “...torcer los ojos, fumar como vicioso, hablar groserías, fuerte, para que lo escuchen, caminar a lo James Dean, es decir, como cansado de todo, y con las manos en los bolsillos, y de ves en cuando toser, ronco, profundo...” (Pág. 76)

LA IMAGEN IDEAL DE LA MASCULINIDAD

En la descripción subjetiva antes mencionada, desde el punto de vista de Colorete se transparencia una representación icónica de la imagen ideal de la masculinidad que debe poseer lo siguientes elementos:

1. La figura del “rebelde sin causa” que aún hoy sigue manteniéndose como héroe cultural de una gran mayoría: James Dean. El actor norteamericano, muerto a temprana edad, es la imagen ideal del hombre joven pero cansado de todo, que debe proyectar una sombra de experiencia sobre sus propio “paso por la vida”. Su transcurrir en el mundo no ha sido vano y ahora lleva conocimiento en su cansado caminar. Además de llevar el peso de la vida en sus pasos, también debe tener las manos en los bolsillos, ese actos de desinhibición y al mismo tiempo de insolencia (las manos en los bolsillos es otra imagen que inicia las fantasías de Cara de Angel en el primero de estos “relatos de collera”).

2. Torcer los ojos, fumar como vicioso, hablar groserías son algunos de los elementos que sirven aparentemente para la construcción de una identidad o más bien de la imagen de una identidad que no poseen. La inseguridad se esconde detrás de la agresividad que se utiliza como escudo contra la realidad. De la tradición lumpenesca, estos muchachos recogen sólo las apariencias. Es por esto que las groserías deben decirlas “fuerte”, para que se escuche, para que los demás identifiquen al que las emite como un Otro que no se ajusta a la regla. Pero la performance contra la ley nunca se ejecuta o si se la lleva a cabo, se fracasa (como en El Príncipe): perro que ladra no muerde.

3. Toser y ronco y profundo son las onomatopeyas de la masculinidad. La voz grave y la ronquera son los rastros de una noche de juerga, los rezagos del alcohol, la exhibición del deterioro que otorga cierta autoridad y respeto, requisitos indispensables para acercarse a otro de los personajes icónicos: el Choro Plantado.

El motor de la acción en cada uno de los cuentos está signado por la irrupción abrupta: no lo piensan, lo hacen. El Príncipe, ante el auto estacionado con las llaves puestas y las lunas bajas, sólo puede robarlo “se necesita ser un gil para encontrar así un For y no choreárselo...” (Pág.50) ¿Cuál es el paradigma, entonces? Por negación se deduciría que es “no ser un gil”, esto es, no ser un estúpido. Robar el auto es lo correcto dentro de esta perspectiva, de lo contrario se caería en la estupidez (¿Y qué es la estupidez sino el opuesto a la razón?). Estos dos polos opuestos en las representaciones de masculinidad —un gil, un choro— superviven hasta ahora en las imágenes del lorna y el bacán (estereotipo descubierto por Daniel del Castillo en un ensayo sobre las masculinidades en el aula), sólo que en el caso de Los Inocentes están signadas por el delito. Un gil es el dueño del For que lo deja en la calle con las llaves puestas, un choro o mejor aún, un achorado, es el que lo roba. Los ricos que no saben cuidar sus prendas deben ser choreados por los pobres que sí saben cómo procurárselas.

Perder la oportunidad hubiera sido ir en contra de las reglas de la supervivencia, de este rebelarse contra el sufrimiento del destino del pobre, del cholo. Por eso el mismísimo Choro Plantado —paradigma del achorado, imagen icónica del Ideal del Yo, el maestro que todos miran desde su posición de aprendices— brinda en honor del Príncipe porque se “ha atrevido” (Pág.44).

El principio de esta moral se sustenta en la idea de que “los buenos son inocentes pero suelen perder. Los malos se aprovechan, explotan y ganan...” (Portocarrero: op.cit). En un mundo caótico, donde la injusticia reina sobre los despojos de miserias sobrepuestas, hay que ser malo para ser ganador.

Sin duda Reynoso, como lo ha apuntado Miguel Gutiérrez, se ha atrevido a meter la mano al fuego “...o si se quiere utilizar la vieja metáfora, es el único de los narradores que se ha atrevido a merodear por los primeros recintos del infierno...” (Gutiérrez: 1991).

EL AMBIENTE HACE AL HOMBRE

Los protagonistas de Los Inocentes se comportan de esa manera pues es el laberinto hacia donde los empuja la rudeza de una ciudad como Lima. Laberinto que no necesariamente implica un situación sin salida, sino que también puede ser un lugar “eficaz para protegerse de amenazas” (Nugent:1992)

Reynoso deja claramente por sentado, al final del libro, que estos personajes son inocentes de su propio destino y que, si han caído en las garras de lo abyecto, ha sido porque no tenían otra oportunidad. “Pero también sé que a pesar de tus desgracias, de tu risa y palomillada eres triste. Eres triste porque comprendes que un muchacho como tú puede perderse. Ahí no está el Príncipe de ladrón; Colorete de “maldito” y casi casi perdido (...) Si en algo has fallado ha sido por tu familia, pobre y destruida; por tu Quinta, bulliciosa y perdida; por tu barrio, que es todo un infierno y por tu Lima. Porque en todo Lima está la tentación que te devora: billares, cine, carreras, cantinas. Y el dinero. Sobre todo el dinero que hay que conseguirlo como sea. Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia”. (Pág.78)

Cara de Angel, Colorete, el Rosquita, el Príncipe, así como los otros personajes, arrastran su existencia por las calles de una Lima sórdida, sucia y pestilente; se hacen hombres peleando en el Parque de la Reserva o retándose en una partida de los inmundos billares del centro; plantean sus aspiraciones frente a una vitrina del Jirón de la Unión y coquetean con la degradación aunque al final no sucumben como sí lo hacen los fletes de hoy en día.

Esta ciudad emergente de los años 50, con su modernidad precaria y su estética de lo abyecto, es el espacio donde Los Inocentes dejan de serlo. Esta última característica es una de las más importantes de la narrativa de Reynoso: la estética de la pobreza. En las páginas de su libro, la miseria no es repulsiva, sino que más bien plantea una secuencia de espacios donde los personajes pueden desarrollar sus más profundos deseos y la construcción de su sí mismo.

La condición de cualquier contacto físico —sobre todo si se trata de contactos sexuales— está precedido por una descripción de lo viscoso, de ambientes rosados, pesados y macilentos, del sudor de los cuerpos y la suciedad de las pieles, de los flujos de la lubricidad del ser humano “Tan sólo pude estrujarle los senos. Su ropa interior era de nailon: resbaladiza, sucia, tibia, arrecha...”

La condición de la arrechura parece ser la suciedad, porque finalmente el pecado —¿y qué mayor pecado sino el de la carne?— es “cochino” pero “rico”. Esa es la imagen, además, que se maneja de las relaciones con el otro género: la mujer debe ser conquistada porque es rica pero finalmente termina siendo cochina. Dentro de la línea de comportamiento que plantea Reynoso para sus personajes, finalmente terminan fracasando y siendo manejados por la lubricidad de sus deseos.

La suciedad y lo abyecto son dos elementos que conforman el ambiente donde el hombre aprender a comportarse como tal. Esta propuesta también la exponen los personajes para poner de manifiesto el poder de los “más bacanes” sobre los perdedores. Eso es lo que le dice Colorete a Cara de Angel después de haberle ganado tres libras en una pelea: “Cochino, sucio, sucio. Te creía limpio. Pero me gustas más así: sucio. Un día de estos te agarro de verdad...” (Pág.29)

Sutil insinuación homosexual en las relaciones violentas de estos dos contendores, que acaban una pelea callejera a pechos desnudos como si acabarán una dolorosa copulación. El aprendizaje de los mandatos masculinos requiere también este manejo de los bordes y los límites.

Todas estas descripciones concuerdan, por otro lado, con la idea del ambiente limeño, de esta Lima La Horrible, pero también La Sórdida: poblada de bares y cantinas mugrientas, billares repletos de olores viciosos, quinceañeros abarrotados de chiquillos que pretenden ser hombres regándose de lociones picantes, pero sobre todo, de calles y plazas donde los hombres cansados exhiben sus carnes sudorosas al sol: “Llega a la Plaza San Martín. El sol opaco y terrible cae sobre los jardines. Obreros, vagos, soldados y maricones duermen en el pasto: sueño sudoroso, biológico, pesado...” (Pág. 24) Reynoso describe a una Lima sucia y cargada, pero justamente por eso mucho más sexual, seductora y provocativa en su juego de placeres sórdidos, que ofrece a estos habitantes de su miseria, sólo la posibilidad de olvidar en el placer.

“Eres un auténtico hijo de Lima...” le dice manos Voladoras al Príncipe, rey de una ciudad a punto de ser devastada por su propia abyección. Lo que se mantiene durante todo el libro es la constancia de esta calidad de hijos, a pesar de que las pretensiones de los personajes es dejar de serlo. Por eso finalmente Reynoso descubre su juego: el narrador admite que estos aprendices de achorados sólo juegan a la vida y en esa perspectiva siguen manteniendo la inocencia. Todo es puro para los puros: la miseria de su marginalidad les permite vivir en el límite sin contaminarse. Pero siempre terminan fracasando en todos sus intentos.

Se representaría acá a una juventud que busca desesperadamente la adultez en las imágenes de los outsiders de una sociedad que los obliga a ser tales. Los patrones y mandatos de la masculinidad los hunden en la derrota.

Obras citadas

Gutiérrez, Miguel. La Generación del 50: un mundo dividido.

Nugent, Guillermo. El laberinto de la choledad, Fundación Friedich Ebert, Lima, 1992

Portocarrero, Gonzalo. Racismo y mestizaje y otros ensayos. SUR, Casa de Estudios del Socialismo, 1993.

Reynoso, Oswaldo, Los Inocentes (Relatos de collera), Editorial El Santo Oficio, 1995.

Santaella, Juan Carlos. Reescrituras. Academia Nacional de Historia, Caracas, 1983.


Escrito por

Rocío Silva Santisteban

Rocío Silva-Santisteban Manrique (Lima, 1963) Escritora, profesora, activista en derechos humanos y políticamente zurda.


Publicado en

Kolumna Okupa

Artículos, kolumnas, reseñas de libros, poesía y reflexiones varias de Rocío Silva Santisteban.