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tantas cucharas como vidas

La cuchara

Un objeto doméstico y trivial puede salvarnos del infierno o permitirnos la esperanza

Publicado: 2017-01-03

Tengo una cuchara preferida. En mi casa se burlan un poco: ¡habiendo tantas! Pero a mí me gusta esa: es simple, simplísima, no tiene ningún adorno, no es ni muy grande ni pequeña, tampoco es redonda, es una cuchara acucharada, de acero, pobre de solemnidad. Cuando se extravía entre los demás cubiertos me demoro lo necesario hasta encontrarla y tomo mis alimentos contenta acompañada de mi cuchara. 

Recuerdo otras cucharas: la de Pedro Rojas, con su mano alzada en el aire, gritando “viban los compañeros”, de Miranda del Ebro, con su cuchara muerta-viva en el bolsillo de la chaqueta junto a su cadáver. Guernica y la destrucción total excepto la cuchara: ella y sus símbolos como diría el poeta. Estoy segura de que cuando yo muera mi cuchara seguirá viva, como la de Pedro Rojas, pero sin un poema.

También recuerdo la cuchara de madera de Gyurka, alter ego de Imre Kertész, en su historia sobre el campo de concentración de Auschwitz Sin Destino. La urgencia de agenciarse una cuchara, conseguirla como sea, no perderla nunca, ni siquiera estando desnudo, pensar en la cuchara de manera insistente, ese artefacto tan simple y rudimentario, porque la cuchara era para él la única forma de seguir vivo en un mundo al revés donde la muerte era el producto perfecto del régimen. La cuchara de madera no solo le servía para comer el menjunje que le tiraban sobre un azafate sino también para pensar en la necesidad de sobrevivir, como los alcohólicos, de día en día.

La materialidad de la cuchara, tan rudimentaria, puede ser el acicate de la esperanza. 

la ollita y su historia, museo de anfasep 2016. 

O también una ollita como la que está en el museo de ANFASEP en Ayacucho: resto de la barbarie pero también de la conmiseración. La historia es simple, un soldado compadecido de los hombres y mujeres capturados en el Cuartel Los Cabitos, aterrados y con hambre, le quitó su ollita a un perro y se las entregó a los detenidos para que puedan comer en ella. Edwin Enver, quien dona la ollita como objeto de museo recuerda: “... un militar, sigilosamente, por humanidad que aún primaba en él, me regaló está ollita... estaba bien negra por el hollín y el sarro [...] ha sido testigo de los momentos crueles e inhumanos que nos tocó vivir”. El día de la inauguración del museo en 2003 Pilar Coll, ex secretaria ejecutiva de la CNDDHH, con la voz quebrada, reflexiona: “me parece tan duro que aquello que les salvó la vida era aquello que los asimilaba al perro de los militares. He sentido toda la injusticia de esos años”.

¿Pueden los objetos transmitirnos sentimientos? Sin duda alguna. La ollita, la cuchara de madera, las sogas tiradas por los verdugos fuera del cadalso, el uniforme ensangrentado devuelto a la viuda, el fotochek de la mujer golpeada con los restos de su sangre. Son objetos simples pero las historias que vivimos les confieren un aura simbólica. Que mi pobre cuchara acucharada de tanta simpleza, me permita transmitirles la idea de que en este año que comienza podemos seguir alimentando la esperanza. 

OjO, no el optimismo, solo la esperanza.


Esta kolumna ha sido publicada el día de hoy en La República



Escrito por

Rocío Silva Santisteban

Rocío Silva-Santisteban Manrique (Lima, 1963) Escritora, profesora, activista en derechos humanos y políticamente zurda.


Publicado en

Kolumna Okupa

Artículos, kolumnas, reseñas de libros, poesía y reflexiones varias de Rocío Silva Santisteban.