Yo no me río de la muerte
Sobre el suicidio de Alan García, una auto-sentencia de muerte y la desconfianza de los peruanos ante la mendacidad de los presidentes del Perú
La vida vale tan poco en nuestro país.
Un asesinato como el de Luis Choy costó 21 mil soles (pago a “Puerto Rico”, el sicario); el asesinato de Ezequiel Nolasco, dirigente de construcción civil de Chimbote, costó 500 soles. A veces solo vale los cinco soles que cuesta una bala. La muerte es de una cotidianidad banal que no nos escandaliza. Excepto sea el suicidio del ex presidente de la república más arrogante de toda la historia del Perú.
Alan se descerraja una bala en la sien y un grueso de peruanos exigen ver el cadáver, que abran el ataúd, que exhiban el certificado de defunción, que conste no ser mentira. Esa increíble desconfianza ante una decisión sorprendente —pero no por eso menos plausible— es desconcertante. ¿Por qué algunos peruanos prefieren inventar una inverosímil historia de dobles, escapatorias, histrionismo, médicos corruptos, mentiras ante la familia, que asumir la realidad del suicidio?, ¿por qué esa negación de esta realidad?
Mi hipótesis es que la muerte de Alan García nos deja ante la impunidad absoluta de un político sobre el cual caían todas las sospechas y que, como dicen los alemanes, “fue un hombre de poder lavado con todas las aguas”. En un país de crisis de presidentes la sospecha es peor que la confirmación del delito porque nos mantiene en zozobra. Y no solo eso: a los peruanos y peruanas nos molestaba profundamente su mendacidad y su soberbia, la forma cómo dijo por televisión “demuéstrenlo pues, imbéciles”, a todos nosotros los conciudadanos que lo convirtieron dos veces en presidente del Perú.
Los crímenes de El Frontón, la matanza de Accomarca, el baguazo, los indultos firmados por Facundo Chinguel, la inmolación de Agustín Mantilla, el perro del hortelano, los 89 muertos en conflictos sociales durante su segundo gobierno, la sonrisa cachacienta, toda esa mole de pergaminos antidemocráticos, se hizo añicos ante la Colt 45. Y nos ha tirado su cadáver con una carta que busca, ansiosamente, aspirar a ser parte de la Historia del Perú (con mayúsculas).
Muchos peruanos querían que se haga justicia. Y se ha hecho la justicia: un suicidio podría ser un acto de dignidad pero, ¿acaso este lo es? Para mí es una sanción de pena de muerte ejecutada por la misma mano del auto-sentenciado. Ni siquiera un dos veces presidente debió reírse de la muerte porque la muerte es sagrada.
El cadáver del enemigo es motivo de escarnio en todas las guerras; el cadáver de un presidente del Perú que se va de esa manera puede crear las condiciones para una crisis política que no merecemos. De alguna manera también es una metáfora de la política peruana: no habrá resurrección pero sí vidas nuevas con propósitos diferentes que puedan entregarse al servicio que es, básicamente, la función pública. Esta crisis de los "presidentes del Perú" debe de permitirnos aspirar a un nuevo estilo de liderazgo no-caudillista del que estamos acostumbrados. Un liderazgo que nos permita desde abajo exigir probidad y desde la jerarquía de las responsabilidades enfatizar el rol de servicio. Ser presidente del Perú te hace pasar a la historia, el asunto es ¿de qué manera? La honestidad debería ser un requisito sine qua non pero... ¡nos han engañado tanto!
Una versión más corta de esta columna fue publicada en La República el martes 23 de abril de 2019.