Protesta, represión, estigma
¿Alguna vez te ha caído una bomba lacrimógena?
¿Alguna vez te ha caído una bomba lacrimógena?, ¿sabes lo que significa que el picor en los ojos te ciegue absolutamente y de improviso, que la nubosidad no te permita respirar, que tosas a más no poder porque los bronquios se te cierran? La semana pasada la policía tiró bombas lacrimógenas a las aulas del Pabellón de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Los y las estudiantes que ¡estaban estudiando! y seguían con sus clases a pesar de las protestas fuera del perímetro del campus, tuvieron que ser asistidos por sus compañeros, para poder abrirse paso entre las nubes tóxicas. ¡¿Quién da esas órdenes de represión a quien está estudiando?! ¿Hubiera podido pasar lo mismo en la Universidad Católica?
Ese mismo día un grupo de policías quiso capturar al dirigente de la Federación de Mineros, Jorge Juárez, cuando salía de conversar con el viceministro de Trabajo; un grupo de congresistas del Frente Amplio lo rodeó para evitar la captura, y los policías no tuvieron mejor idea que zarandear, golpear y tirar al suelo a la congresista María Elena Foronda. Es cierto, estamos hartos del Congreso, pero eso no implica que golpeen o que la policía les falte el respeto a los congresistas. Pocos periodistas cubrieron el hecho —Mávila Huertas, una de las pocas periodistas objetivas, le dio espacio al vocero de la bancada Hernando Ceballos— y la mayoría informaron sobre los desmanes de los mineros intentando entrar a la fuerza al local del ministerio (lo que está recontra mal, por supuesto).
Los medios de comunicación de señal abierta son totalmente funcionales al discurso neoliberal, lo sabemos, y parte de ese discurso es crear el estigma sobre quienes protestan. Es ridículo que los peruanos y peruanas hayamos olvidado que, si tenemos por lo menos en el papel el reconocimiento de derechos, se debe a todos nuestros ancestros trabajadores que lucharon para que las próximas generaciones —es decir, nosotros— no tengamos que mendigar derechos. O porque nuestras ancestras, a las que vilipendiaron y de quienes se burlaron, salieron de sus vidas domésticas para que las futuras generaciones de mujeres —es decir, nosotras— podamos asistir a la universidad.
“Cualquiera que dice algo distinto al consenso neoliberal, que en el Perú es un poco la Confiep, es un terruco”— nos dice la historiadora Cecilia Méndez. El estigma cae suave dentro de ese discurso, pero, poco a poco, despertaremos del sueño de opio que nos aletarga la conciencia.
Esta columna ha sido publicada el martes 17 de setiembre en La República.